SEMANA SANTA EN AGUADAS


 


    

De niño sagradamente me llevaban al pueblo a vivir la Semana Santa. Me entusiasmaba, había fervor religioso y todo era una gran obra colectiva de teatro. Para la época y en los pueblos aislados era casi el único espectáculo.

La colonia Jaramillo de Manizales atiborraba las casas de mis tías. Viejas casas de tapia y bahareque con patio central y entrada para animales de trabajo y vacas de leche. Sus residentes conservaban “mangas” cercanas para alimentar a sus animales y así las mañanas comenzaban con el ordeño, demasiado temprano para mí. Me consentían con un gran vaso “de herradura” con raspadura de panela y lleno de leche “postrera”, la más espumosa. Eso me animaba.

Luego un gran desayuno con chocolate casero y arepas antioqueñas calentadas en fogón de leña, huevos en variadas presentaciones y, ante mis ruegos, rompían la sencillez con una buena tajada de pionono, el delicioso enrollado de frutas tradicional. Tan delicioso que afirmaban que su receta la había traído del cielo el Putas de Aguadas en una vueltica que había dado para saludar a San Pedro.

En las tardes de martes y miércoles santos realizaban las reuniones de preparación final de las ceremonias. Curiosamente eran en las casas, ya que los raizales se apropiaban de las celebraciones, seguían sus tradiciones y no confiaban mucho en un párroco recién llegado o nacido en un pueblo diferente.

Las familias tradicionales eran las dueñas de ciertos “pasos litúrgicos “y hacían respetar su preeminencia. En sus limitaciones imitaban a un rancio Popayán. Faltaban imágenes y se reemplazaban por feligreses disfrazados. Discutían bajo cuál balcón engalanado estarían determinadas figuras, y se ensayaban los cantos al calor de unos aguardientes aprovechando la ausencia del cura.

Yo era un niño lleno de fe, de entusiasmo litúrgico, pero me escandalicé cuando, en mi tremenda inquietud, le alcé la túnica a San Pedro para verlo mejor y me encontré con una armazón de tablones.

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