¡PAPÁ, LLEGÓ UNA BRUJA!



     Estaba recién egresado de Zootecnia y terminando mi entrenamiento para trabajar en Purina Colombiana. De urgencia me encargaron de la zona Tolima, Huila y Caquetá con sede en Ibagué, sin tiempo para llevar a mi familia. Tenía todos mis gastos pagos en el Hotel Ambalá, y yo no me atrevía ni a respirar fuera del hotel. Pasaban las semanas, y un viernes, al comenzar la noche, nostálgico, bajé al vacío y amplio bar del hotel, me senté ante una mesa y pedí una botella pequeña de aguardiente Cristal. Lentamente disfrutaba cada trago, y cada minuto me sentía más solo.

De repente, sentí llegar a un animado grupo de personas que traían  instrumentos musicales. Todos cantaban, todos tocaban —por algo estaba en la capital musical de Colombia—. Me sentía feliz, en un ambiente similar al de las tertulias en mi casa en Manizales. Para mi sorpresa, un amable tolimense que venía con ellos, se me acercó para invitarme a unirme al grupo. Tomé mi botellita y me integré a la alegre tropa. Comenzaron a pregonar que empezaba “la voz de las veredas”, y cada uno, al pasarle un tiple, debía cantar algo montañero. Para sorpresa de todos, agarré el tiple y canté “Clavelitos”. Fue el broche de oro para quedar inscrito. ¡Me cambió la vida! Le perdí el miedo a los fines de semana.

El distribuidor de Purina de la zona, cuando pude reunirme con mi esposa, nos invitó a su hermosa hacienda en el cañón del río Combeima, dedicada a la cría de ganado de lidia en sociedad con el torero del momento, Pepe Cáceres. Por curiosidad, nos metimos en un gran corral justo en el momento crítico de estar arriando un lote de ganado para encerrarlo allí. Tremendo susto y apresurada escalada por los postes de la talanquera. Un generoso trago de brandy me volvió a mis cabales.

Alquilamos para vivir una casita pintoresca en el Alto de Santa Elena, muy cercano a la Universidad del Tolima. Era propiedad de la familia Restrepo Caicedo, estaba situada junto a la casona de la hacienda, y nos acogieron cariñosamente. Mi hijo mayor, Felipe, tenía dos años, hablaba claramente y ya recitaba a Rinrín Renacuajo. Al doctor Félix Restrepo, el anciano patriarca de la familia, el niño le empezó a decir “papito U”, y asi se transformó en su consentido. Él ya tenía muchos años, caminaba con dificultad y luchaba contra serios problemas de visión. Increíblemente, caminaban juntos por las pendientes, conversando de todo y sin casi tropezarse. Creo que el doctor Félix se conocía la finca de memoria.

Esa precocidad del lenguaje de Felipe, que nos alegraba la vida, nos traía, a veces, momentos difíciles. La casa no tenía teléfono, y debíamos comunicarnos desde las oficinas de Telecom. Salimos a llamar a nuestras familias, acompañados por el niño. Llegamos a un gran salón, con muchas personas esperando juiciosamente ser llamadas a una cabina telefónica. De pronto, entró una anciana de vestimenta negra, gran sombrero, facciones angulosas y una tremenda nariz. Felipe, asustado, exclamó a gritos para oídos de todos los presentes:—¡Papá, llegó una bruja! 

 

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