ESCUELA DE GABRIELITA PUERTA
La Escuela de Gabrielita Puerta, situada en una vieja construcción del tradicional barrio de los Agustinos en Manizales, fue mi jardín infantil. Las clases eran en unos “bajos” con instalaciones mínimas y pobres. Una construcción en un primer piso, semienterrada, para aprovechar el desnivel de las calles. Lo grande allí era el espíritu alegre de Gabrielita y los múltiples recursos de su imaginación para mantenernos felices.
A mí me recogía y llevaba una señora que hacía lo mismo con otros niños vecinos y luego nos entregaba en nuestras casas. Todo era muy simple. Lo difícil era el recorrido hacia allí, por las calles increíblemente pendientes de los Agustinos.
Conservo un amable recuerdo de mi mal llamado “jardín”. No merecía este nombre porque en su estrecho patio, casi sin sol, no crecía nada.
Pocos recuerdos precisos, pero con una remembranza de alegría. De la sonrisa de mi profesora. De los trabajos nimios, hechos con papeles de colores y un pegante doméstico llamado engrudo, que yo les presentaba, muy orgulloso, a mi mamá y a mis tías. Para ellas eran obras maestras. De allí, creo, arranca mi inflada autoestima.
El único incidente molesto allí fue culpa mía. En un recreo mientras brincaba encima de los pupitres, los cuales estaban contiguos al ya citado y mínimo patio, al tratar de saltar al piso bruscamente trastabillé, y lo único que encontré para agarrarme fue la oreja de un compañero, desgarrándola ligeramente.
Vinieron el escándalo, las curaciones, los regaños, las quejas en mi casa y para mí, un gran temor de volver a la escuela: mi víctima era el hijo de un fotógrafo cuyo estudio se llamaba Pato Donald y quedaba justo al lado del jardín. Mi mamá no entendió el terror que me causaba volver donde Gabrielita, pero es que yo no podía dejar de imaginarme a un furioso, desplumado, enrojecido Pato Donald arrancándome una oreja.
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