UNA ELEGÍA EN SUIZA

  


Hace muchos años mi hija Alicia María se radicó en Suiza, lo que me dió la oportunidad de conocer ese país más allá de su encanto turístico. Muchas cosas sacudieron mi mente tropical.

 Casi todo se planea en función de los muy estrictos itinerarios del tren, lo que estructura la vida y produce orden. Una espectacular mujer chocoana, que ayuda a mi hija en el oficio doméstico, llega exactamente a las 9:18 a.m. y sale a las 12:16 p.m., corriendo a tomar su tren de una estación inmediata. Cobra por tres horas que cumple fielmente —o la deja el tren— y en ese tiempo realiza lo que en Colombia tardaría ocho horas. Su paga son 30 francos suizos por hora. Francos más valiosos que el dólar estadounidense. Es una verdadera y muy costosa bendición semanal.

Es difícil conseguir servicio doméstico, por lo que se exige a todos cuidado en el aseo y en las labores del hogar. Los niños ayudan con gusto, miran a su empleada con respeto y aprecian su labor. Al entrar a una casa primero se quitan los zapatos, se ponen unas pantuflas y dejan cerca a la puerta el calzado y la mugre.

Las carreteras son buenas y amplias, pero sin la exageración de las estadounidenses. Las construye el Estado, no los contratistas, y no tienen peajes. 

Estábamos en Suiza acompañando a mis nietos durante un viaje de sus padres. Eran sus primeros años de estudio y me pidieron fuera a visitar a su profesora, quien deseaba conocerme. Me solicitó que, al ayudarles en sus tareas, no borrara los errores —como acostumbramos en Colombia— sino que los tachara, de modo que ella pudiera ver las dificultades y ayudarlos. Me pareció una excelente idea y así comencé a hacerlo.

Me volvió a llamar para hacerme una pequeña observación: yo tachaba a "mano alzada", en forma irregular. "En Suiza, señor Londoño, se tacha con regla y con líneas horizontales", me dijo. Me sorprendí; me pareció excesivo, pero me ayudó a comprender por qué los suizos me parecían tan metódicos y encasillados.

Aún me faltaba experimentar diferencias más profundas. Murió mi suegro mientras estábamos de visita, y mi yerno me hizo una solicitud sorprendente. En Suiza acostumbran a pronunciar unas palabras ante el ataúd antes de la ceremonia final, al frente de la familia, y quería que fuera yo quien las dijera. Su entorno cercano es mínimo —sin hermanos, solo un primo— y, siendo él de pocas palabras, quería aprovechar la buena relación que yo había tenido con su padre. Me pidió que hablara en español, lentamente, y él se encargaría de traducir. Lo agradecí profundamente.

Un cuarto pequeño, unas pocas sillas alrededor de un vacío central, donde fue apareciendo el ataúd como sacado del centro de la tierra. Se me secó la garganta. Centré mi elegía en el agradecimiento por haber sido Pierre un abuelo amoroso que llenó con ternura mis largas ausencias en la vida de nuestros nietos. No hice ninguna alusión religiosa.

No hubo aplausos, ni palabra alguna, ni abrazos, ni lágrimas. Mi yerno oprimió un botón y Pierre se adentró en el centro de la tierra. En ese momento sentí que me envolvía un frio alpino y sepulcral, uno que solo podía nacer de una cultura diferente.

 

 

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