LAS MANOS QUE RECHAZA TRUMP

 


La costosa nostalgia del trabajador de a pie, lejos de casa, separado de su familia y el valioso dolor del campesino labrando tierras ajenas, hoy en Estados Unidos, lo pagan con castigo.  Me lleno de tristeza al ver el miedo en los ojos de aquellos inmigrantes, cuyas manos quieren recoger cosechas y terminan esposadas. Yo tuve muy de cerca a cosecheros, su enorme angustia no me es extraña.
En la finca de mi abuelo, La Arabia, llegaban muchos chapoleros en las cosechas. De Nariño, de otras regiones, desde parajes incluso extraños, a veces verdaderas tribus con nexos familiares, apoyándose en su común precariedad, aprovechando el momento de la cosecha.
 Eran bienvenidos y se repartían en las numerosas casas de los agregados de la hacienda, en grupos de diez, doce, catorce, y se lograba cierta comunidad, evitando la áspera relación que se daba en otras fincas importantes que hacían grandes campamentos para alojarlos, sin relación alguna con los empleados tradicionales ni entre los recién llegados. Muchas veces esos campamentos fueron centros de problemas y focos de lucha por el valor del kilo recogido.
Comenzaba el día y les asignaban un surco de árboles para cada recogedor.  A veces les tocaba ser maromeros para arrancar los granos en pendientes increíbles, con una mano colgados del tronco de un cafeto y con la otra cosechando el grano maduro. Al verlos meciéndose bruscamente en el vacío hacían ver a la mata, físicamente indestructible. 
 Llegaba el fin de la tarde y entregaban el fruto de sus sudores, de sus manos, a un empleado que fríamente pesaba, anotaba la cifra al frente del nombre y acosaba por el próximo.
En mi adolescencia acompañé a mi tío Hernán Londoño en su cultivo de algodón en Obando, Valle. Allí no llegaban, en la cosecha, “chapoleros” sino “iguazos”, en heterogéneas y errátiles bandadas, tras la ilusión de un precio mejor por kilo, o simplemente para robarse los excelentes talegos de yute que les dábamos para la recolección. Pedían muchos más allá de su capacidad personal, aduciendo que eran para su familia. Se escurrían del cultivo para luego venderlos. 
En Obando también caía la tarde y yo salía a los sitios de acopio a recibir los sacos con algodón a pesarlos y anotar. Aún me molesta acordarme del olor de ciertos talegos donde se habían orinado para aumentar su peso y me duele, en el alma, el recuerdo de la figura de algunas recogedoras que se inclinaban ante mí al entregar el fruto con sus manos sangrantes por el arduo trabajo. Se inclinaban más de lo necesario para así mostrarme sus pechos buscando con dsespero una mejora en mis anotaciones.

Me estremecía entre el ardor de mi sangre joven y el deseo de llorar. Hoy retorna ese sentimiento, que pensé que el tiempo me había deportado del alma, hoy regresa a casa, con aquellos que Trump califica de indeseables. 

 

 

 

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