LO QUE EL MARMOL CALLA
Viví muchos años cerca del Parque Caldas, en Manizales. Un sitio tranquilo, con árboles frondosos, la iglesia de la Inmaculada a un lado y un guadual espeso al fondo. Cuando la ciudad se cubría de neblina, como si estuviera llorando, todo el parque parecía borrarse por un rato.
Allí solía ver a un hombre mayor, siempre elegante. Pasaba largos ratos leyendo en una banca junto al busto de su padre, Jesús María Guingue, un reconocido educador. Se quedaba mirándolo en silencio o le hablaba en voz muy baja. Parecía tener conversaciones con él, como si esperara alguna respuesta.
Lo conocía desde niño. Vivía frente a mi casa, en un apartamento de ambiente distinguido, lleno de libros. Era amable y siempre tenía tiempo para compartir lo que sabía. Yo pasaba horas en su biblioteca. Me dejaba leer lo que quisiera. Un día, entre los estantes, encontré un libro que me desconcertó: El arte de simular la virginidad. Quedé escandalizado. Con mil preguntas que por mi corta edad no me resolvieron y el libro desapareció de mis manos.
Cuando volví a ver a mi vecino años después, estaba en el parque. Pero algo en él había cambiado, con un peinado extraño, como si intentara parecerse a un prócer de nuestra independencia. Parecía desconectado de todo. Ni me miró, ni pareció notar dónde estaba. Solo tenía ojos para el busto. Me acerqué, lo saludé. Le dije que era Luis Londoño, su antiguo vecino. Le recordé su biblioteca y mis inquietudes infantiles. Por un instante, me reconoció. Sonrió. Fue un momento breve, como un chispazo. Me miró con algo de tristeza, como si recordara lo que no pudo explicarme. Volvió a brillar su ironía y me respondió: Luis, ya no es necesario simular lo que a nadie le importa.
Comentarios
Publicar un comentario