A LA SALUD DE SU PIEDAD, MI SARGENTO!
El sol brillaba sobre los dientes de oro y la copa de aguardiente del hermano marista, rector de mi colegio, en un jardín donde coincidimos durante una animada reunión familiar. Inolvidable su apodo: el Sargento Boquemina.
Era una fiesta para adultos y yo estaba en el lugar equivocado. El rector se sorprendió; no sabía qué decir. Yo, encantado con el incidente, choqué mi copa con la suya y le propuse un brindis por el colegio. Apresurado, se la tomó, me miró sonriente y comenzó a relajarse.
Para el siguiente brindis, ahondando en mi sorpresa, invitó a otro hermano marista, director de mi curso. Era un hombre joven, atlético, gran jugador de baloncesto. La velada la disfruté intensamente, pasando —en tan singular compañía— de la explicación del triángulo de Pascal a la disertación sobre un sistema para engrosar las rentas departamentales.
Pero aquellas sorpresas se quedaron cortas poco tiempo después. Mi director de curso, otro piadoso sacerdote ,dejó su comunidad para casarse. Aprendí entonces, que ellos, pese a su pesado hábito y sus títulos sacramentales, eran seres humanos. Mi sargento siguió en la rectoría, quizás por fidelidad a su vocación, o tal vez por estar ya demasiado viejo para cambiar.
Comentarios
Publicar un comentario