BERTA SINGERMAN



 A la casa de mi abuela Jaramillo, donde vivimos muchos años, llegaba con frecuencia una señora María. Tenía a su hijo Germán en el seminario, y ese era siempre su tema y su orgullo. Se me escapan algunos detalles, pero creo que en alguna ocasión llevó al seminarista a nuestra casa, donde el aspirante a sacerdote conoció a mi hermana. 

No sé las causas, pero Germán dejó el seminario y comenzó a aparecer con regularidad en nuestra casa. Surgió entre él y mi hermana una relación ingenua, de mutua atracción. Era, en cierto modo, el novio de Berta, aunque ninguno lo confesara. Lo decían las amigas. Era bien recibido, sobre todo porque el joven contaba con afinadas dotes musicales. Mi mamá vivía para la música: tocaba lira, tiple y acordeón, acompañando su bella voz en las viejas canciones. Creo que, a veces, pensaba que las visitas eran más para ella que para mi hermana. Germán tocaba el acordeón y mi mamá vibraba.

Berta fue un puente para el difícil tránsito de un aspirante al sacerdocio hacia la vida seglar. Un vínculo etéreo, fugaz e inocente, que despertó a mi hermana a la adolescencia y a Germán al descubrimiento de su propia masculinidad. La que más sufrió el final del idilio inocente fue mi mamá, su corazón musical quedó resentido. 

Como remate del pequeño drama, justo en ese momento se presentaba en Manizales, Berta Singerman. Fue una famosa declamadora bielorrusa,  que desde muy niña vivió en Argentina, de donde tomó el acento, la gracia y una impronta cultural inconfundible. Su presentación era anunciada por esos días con bombos y platillos, honrando así su reputación artística como la “lira viviente”. Según las amigas de mi hermana, su íntima desgracia ya era pública, ya que en muchos cartelones por toda la ciudad, con letras de molde, se proclamaba que ella era Berta Sin-Germán.

 

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