SE FUNDIÓ EL PROFESOR
Cursé la primaria en Manizales, en el Colegio de Nuestra Señora, propiedad de la Curia Diocesana. Una vieja construcción de dos pisos contigua a la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, de la cual éramos obligados asistentes con demasiada frecuencia. Los baños eran una simple zanja encementada, con divisiones precarias y servicio de agua solo durante los recreos. La disciplina era estricta: filas para todo y llamada a lista en cada curso. El profesor entonaba: “Londoño Jaramillo, Luis A.”, y yo respondía: “¡Presente!”. Un solo maestro impartía todas las materias. El ambiente cambiaba cada año y, a veces, teníamos desagradables sorpresas: un profesor ocasional, de cuyo nombre no quiero acordarme, nos hacía pasar al tablero y, si cometíamos un error, nos levantaba rudamente del cinturón, borraba con nuestro propio cuerpo lo escrito y nos arrojaba al suelo. En la contraportada de la libreta de calificaciones figuraba, y lo hacían cumplir: Así y todo, c...