EL PATO DONALD ME ARRANCÓ UNA OREJA
Era una escuelita ubicada en una vieja construcción del tradicional barrio de Los Agustinos en Manizales. Fue mi jardín infantil. Llegar allí era un premio de montaña por sus empinadas calles. Las clases se dictaban en unos bajos con instalaciones mínimas y pobres. Lo grande allí era el espíritu alegre de Gabrielita y los múltiples recursos de su imaginación.
Conservo un amable recuerdo de mi mal llamado “jardín” (no merecía ese nombre, pues en su estrecho patio, casi sin sol, no crecía nada). Todo era muy sencillo. A mí me recogía y llevaba, caminando, una señora que hacía lo mismo con otros niños del vecindario, y luego nos entregaba en nuestras casas.
El único incidente molesto fue culpa mía. En un recreo, mientras brincaba sobre los pupitres —que estaban contiguos al ya mencionado y mínimo patio—, al intentar saltar al suelo bruscamente, trastabillé, y lo único que encontré para sostenerme fue la oreja de un compañero, desgarrándosela ligeramente. Vinieron entonces el escándalo, las curaciones, los regaños, las quejas en mi casa y, para mí, un gran temor de volver a la escuela. Mi víctima era el hijo de un fotógrafo cuyo estudio se llamaba Pato Donald y quedaba justo al lado del jardín.
Mi mamá no entendió el terror que me producía volver donde Gabrielita. Pero es que yo no podía dejar de imaginarme a un furioso, desplumado y enrojecido Pato Donald arrancándome una oreja.
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