SE FUNDIÓ EL PROFESOR

  


 

 Cursé la primaria en Manizales, en el Colegio de Nuestra Señora, propiedad de la Curia Diocesana. Una vieja construcción de dos pisos contigua a la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, de la cual éramos obligados asistentes con demasiada frecuencia. Los baños eran una simple zanja encementada, con divisiones precarias y servicio de agua solo durante los recreos.

La disciplina era estricta: filas para todo y llamada a lista en cada curso. El profesor entonaba: “Londoño Jaramillo, Luis A.”, y yo respondía: “¡Presente!”. Un solo maestro impartía todas las materias. El ambiente cambiaba cada año y, a veces, teníamos desagradables sorpresas: un profesor ocasional, de cuyo nombre no quiero acordarme, nos hacía pasar al tablero y, si cometíamos un error, nos levantaba rudamente del cinturón, borraba con nuestro propio cuerpo lo escrito y nos arrojaba al suelo.

En la contraportada de la libreta de calificaciones figuraba, y lo hacían cumplir:



Así y todo, conservo amables recuerdos, especialmente de los profesores de primero y segundo, aunque con un toque de tristeza. Yo quería especialmente al de segundo: amable, extremadamente flaco y con trajes raídos y oscuros. Parecía una sombra arrugada.

Un día gris se quedó dormido en su escritorio. Nadie quiso despertarlo, pero el director sí lo hizo, y además lo retiró de su cargo. Me hizo falta. Con los años supe que don Héctor, además de un bajo sueldo y varios hijos, cargaba con un problema larvado de alcoholismo.

Más adelante me tocó de compañero un hijo del profesor de turno, y se me complicó la vida. Estaba acostumbrado a destacar, pero el hijito siempre me opacaba. Me desmotivé notoriamente y fui citado a la rectoría. Llegué asustado, pero era para entregarme un premio especial: la colección empastada de una revista del Ministerio de Educación, cuya portada mostraba la efigie de Laureano Gómez. Creo que allí comenzó mi inclinación hacia la derecha política. Me animé y volví a mis buenas notas.

Sospecho que detrás del premio estaba mi tío Arturo Jaramillo, profesor del colegio, amigo del rector y educador por vocación: un convencido de la necesidad de enseñar con alegría.

Mi colegio reflejaba, con sus altibajos, la vida misma en Manizales.

 

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