PASTOR CHIQUITO
Era aguadeño, discapacitado. Hijo menor de Pastor Hoyos en su primer matrimonio. Al poco tiempo de enviudar, y con seis hijos a cuestas, él se casó con mi tía Albertina Jaramillo. Tuvieron nueve hijos “normales”.
Pastor Chiquito —como le decían— nació con unas piernecitas que apenas eran muñones. Mi tía lo recibió recién nacido y lo mantenía semienterrado, encerrado en un buche (rumen) bovino, como si fuera un remedio mágico. Cuando era niño, la casa se inundó y lo sacaron dentro de una olla, flotando. Era bien plantado, con un tórax enorme y manos fuertes, pues se desplazaba apoyado en unos soportes de madera. Cuando visitábamos el pueblo, con mi hermana Berta solíamos preguntarnos cómo hacía para subirse a su cama. Nos quedamos con la duda.
Tenía un oficio muy llamativo para mí: era el dueño y garitero del único casino del pueblo, ubicado en el café Iris. Defendía su trabajo porque era legal y pagaba impuestos. Decía que aquello no era más que la versión moderna de los tradicionales juegos de dados que antes se jugaban sobre una ruana, detrás de los arrumes de sacos en las compras de café. Ahora jugaban “la terna de Pastorcito” y otros sencillos juegos de dados.
Algún alcalde, azuzado por las matronas del pueblo, se atrevió a cerrarle el local. Pero Pastor Chiquito, apoyado por sus clientes, viajó a Manizales para defender su trabajo ante la Gobernación del departamento. En atención a su especial situación —y al respaldo que mostraba— lo autorizaron para continuar ganándose la vida.
Todos en el pueblo lo recuerdan como un hombre de bien, luchador y parlanchín. A veces se tiraba una cana al aire, como cualquier ser humano de carne y hueso. Era coqueto y se casó. Tuvo siete hijos, todos sanos; algunos incluso llegaron a obtener títulos universitarios, reflejo de un enorme esfuerzo.
Su primer medio de transporte fue una silla de ruedas; luego, un caballito muy viejo; y por un corto tiempo disfrutó de un curioso vehículo —una especie de cuatrimoto— manejable con las manos. Perfecto, parecía. Pero la dicha duró poco: tuvo un aparatoso accidente, no por exceso de velocidad, sino de aguardiente.
Pasaron los años y sus amigos solían ubicarlo sobre un costal de yute en los alrededores del parque principal. Donde lo dejaban, se armaba la tertulia. Era un punto de encuentro. Al final, una neumonía se alojó en su enorme tórax y lo mató.
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